O B I T U A R I O

de Francisco e. Pino

LC ediciones-Amarante, 2019.



Sinopsis:

 El envejecimiento de la población, la cada vez mayor imposibilidad de una muerte natural (en la sociedades avanzadas claro), la incapacidad orgánica y el tedio del individuo, junto al enorme costo sanitario y social de ciclos vitales artificialmente prolongados e "improductivos", llevó a las instituciones a contemplar nuevos modos, impensables hoy, de acabamiento.

Frente al mar y los acantilados, Celia y Tomás visitan El Océano, una fundación para la muerte voluntaria. Allí se informan del procedimiento para este nuevo "ars moriendi", de las prestaciones sicológicas y sanitarias que no han de faltar, de los métodos y sustancias bioquímicas que ayudarán en el tránsito. En una cena familiar los hijos advierten que impugnarán por todos los medios la pretensión eutanásica de los padres.

OBITUARIO proyecta el mundo de hoy hacia un futuro próximo. La probable regulación social de la eutanasia activa y el suicidio asistido. Su promoción estatal o en centros de capital privado. El avance técnico o farmacológico de la medicina paliativa, que impone un tránsito no agónico, incluso dulce, eliminando acaso el dolor y la angustia, la innovadora posibilidad de una crionización en vida...

Con gran tensión argumental, una voz benévola y emotiva va hilvanando temas como las relaciones de pareja, el desamor, los límites de la dignidad individual, la compasión o la muerte. Ya sea desde un tono semijocoso, ya desde una prosa envolvente y profunda, el autor nos propone adentrarnos, o revisitar, esas nuevas y viejas cuestiones de lo humano.




Leer inicio:


1

        El jueves se acaba el mundo, repetía en un murmullo ensimismado Tomás Crével una tarde desapacible de principios de otoño. El mar estaba agitado y sucio, el aire ventoso, con claros y sombras alternándose en la quebrada línea de la costa, bajo un cielo raso en fuga interminable de cúmulos plomizos. En algunos puntos rocosos de la marina flamean descoloridos trapos atados a mástiles. Más cerca, por encima de la hojarasca, vuelan sin rumbo papeles y plásticos; algunos árboles perennes se mueven sin miedo, casi jactándose de su arraigo ante el empuje inútil de la ventisca.

Hacía un mes que Celia había desaparecido. Sólo, en la intemperie que golpea la terraza del Océano, Tomás Crével dejó caer sobre su eje el telescopio de pié fijo que refulge en una esquina de la veranda y a través del cual suele escudriñar los imponentes acantilados y sus aves, acercar las sombras que se asoman desde lo alto, aproximarlas al punto de definir sus rasgos y, ya humanas, imaginarles vida. Es lo que estuvo buscando el poeta sin demasiada suerte, hacía solo un minuto, en la lejana cellisca de los basaltos; ahora se guarece pegándose a la pared cercana al telescopio. El jueves se acaba el mundo, musitaba, en ligera deriva alcohólica quizá, o sicotrópica. Y quería creer el poeta que de algún modo ella le escuchaba.

Ayer mismo, desde el cantil más protegido, acercó en la distancia a una muchacha eflorescente. Ropajes de flor mustia, nariz, cejas y labios recosidos de aretes; su lengua, cruelmente pirseada, lamía en impúdicos toques amorosos a su clónico devoto; zagal de idénticos taladrados faciales que, embabiado en su pantalla de plasma dactilográfico, aguantaba impávido los embates de ella. Recordó luego otra mañana, cuando el artefacto le acercara a otra menos joven pareja que se movía por los altos del farallón. En brazos de él iba un pequeño, a quien el hombre estrecha fuerte, señalándole el mar abajo; el gesto súbito de la madre apartándolos del precipicio indiciaba su angustia ante el albur de un accidente insoportable... Y fue en un ocaso sepia que contempló otro día a la mujer madura, pañuelo estampado de seda a la cabeza, tal vez viuda reciente, que parecía mirar, en el evanecido horizonte ultramarino, los sueños y veleidades de los hombres con esa inútil sabiduría que da el tiempo y sus percances... Tomás limpia sus gafas púrpura del asedio de la intemperie, mientras recuerda todavía, en otra tarde luminosa, aquella otra silueta que caminaba ayudándose de un bastón y que resultó tan inquietante en su insensata aproximación al abismo.

Desde que se fue Celia Tomás Crével vuelve al telescopio varias veces al día. Sin saber que la busca recorre el aumentado cantil conjeturando en la distancia cuantas vidas le salen al paso, inventándoles un pretérito, un porvenir. ¿Pero acaso le sorprendería encontrársela una tarde inserta en el círculo mágico? ¿Es otro el absurdo que secretamente anhela?

Hace rato que no hay nadie en los acantilados, el oscuro macizo se bate a solas contra el meteoro, no es el tiempo de las medrosas criaturas inteligentes. Solo los grandes pájaros grises quedan moradores del granito. En parejas, inestablemente inmóviles frente el viento. No se pliegan de súbito filiformes lanzándose en picado contra la espuma, no dibujan figuras danzantes ni exhiben ninguna otra habilidad estética. Planean temblones, inseguros; y en un instante, desmadejados y medrosos, se zambullen; y de la mera superficie caótica alguno rescata su tesoro de fulgente plata alimentaria.

Volvió atrás su atención el poeta. El jueves se acaba el mundo, musitó. Por un momento la residencia toda apareció vacía, inhabitada. Sin advertir el sigiloso deslizamiento automático de la puerta ventana al cerrarse, ni siquiera el vacío hermético que deja fuera la intemperie, el melancólico octogenario se interna en el salón social de El Océano. Sacudiéndose los restos de la cellisca sobre la ropa, dejó un pequeño charco en el umbral y lo miró indiferente. Aunque pesado de remos camina con singular torpeza, va erguido. Algo conserva el hombre de aquel viejo dandismo de otro tiempo: un pañuelo al cuello de tonos anaranjados remata una indumentaria holgada, ya de abrigo, pantalón de pana y jersey en pico, nada gastados, ambos de un apacible y luminoso verde. Bajo esas gafas rojas, que aún denotan su coquetería, el rostro vivo y afilado se tersa y redondea en el cráneo grande, de frente despejada, todavía enjambado en laterales y ahora húmedas guedejas, que se miran y se peinan como traídas de un espejo de otro tiempo. Tras la pasta carmesí, bajo las blancas cejas hiperpobladas, asoman apenas, emboscados y miopes, los pequeños ojos verdes del gramático, esquivos, lejanos, pesquisidores, inquisitivos.

Protegido ya por los vidrios dobles que cierran el salón a su terraza, miró de nuevo la tarde desapacible. Hacía un mes que ella no estaba. El mar, preñando el aire en su afilado brillo ondulante, debía ser ahora un hervidero de vida. Y esa mudanza de luces tornasolando el agua le trajo la vislumbre de otro tiempo: evocó la poderosa imagen dormida de dos bañistas remotos, en una cala solitaria. Luego, la extraña oscuridad que aboliendo un sol de meridiano acudiría súbita, acumulativa y opresora, intimidante... El cuerpo desnudo que saldría del agua precipitadamente es el de una mujer hermosa, de piel tersa y sinuoso esqueleto; que se envuelve temblona en una toalla y seca apenas el pelo largo, de brillante ónice ensortijado. Como si hurtara al ojo de dios la altiva desnudez, se viste deprisa, en la inminencia y desazón de una amenaza desconocida. Altiva desnudez de la bella, que hacía un minuto se electrizara en el deseo carnal, armónico, brutal y contenido, interpretado junto a aquel hombre fuerte que aguarda en la playa, en un tempo lento y maestoso, acariciante y profundo; acordes los cuerpos de una sinfonía acuática donde el salado fluido abolía los contornos, fundía y rebosaba arriba por la comisura de las bocas, en las lenguas trabadas, allí donde parecían afluir todos los flujos y reflujos deseantes. Y todo lo creado para ellos -agua, cielo, tierra, fuego- se resolvía en un embate de placer intenso, cuando la hermosa mujer vislumbraba al fin, diluyéndose ya, perdiéndose en la nada elemental de aquella cala solitaria, el principio y el final de todo, la infinita ausencia.

El hombre, que esperaba afuera ya medio vestido, embute de cualquier modo la húmeda toalla en la mochila y, asombrado a su vez, casi espantado, por la mutación atmosférica que en escasos minutos va cerrando la noche sobre ellos, apremia sin palabras a la diosa y echa a andar delante, a buen paso. Ocurre entonces esa tiniebla rotunda, aquella oscuridad súbita, que trae barruntos de catástrofe y que ya es olvido. ¿Qué hicieron luego los espantados?, se preguntará el poeta, ¿corren?

Dio unos pasos más el viejo vate hacia el interior de la blancura. Quedan atrás las manchas grises meditabundas que en dos grandes rectángulos abstractos decoran la pared. Camina hacia el fondo del salón social, donde ahora está solo. Todavía volverá la luz, se dice. Aunque en él perdura ese otro eclipse del ánimo: qué significa esa imagen que no le pertenece, o cuyo vínculo ha olvidado, quién era aquella hermosa mujer de indefinido miedo y deseo poderoso, de piel dorada y pasar ondulante... Todavía volverá la luz. Pero el sendero de vuelta se llenó de zanjas mortales, trazos de una memoria en quiebra que hará imposible cualquier regreso. ¿Dónde se fueron los años que fue dichoso junto a Celia?